La primera vez que vio París tenía uso de razón pero usaba poco la razón. Era esa época,
importante en toda vida, en la que uno se rige por los dictados del corazón.
Las nuevas generaciones tejen con lenguaje melodioso, un cautivador himno a la vida.Foto de Ana Platero |
El color tibio del amanecer
acariciaba las calles cuando puso el pie en tierra gala y a pesar del
aturdimiento producido por mil horas en autobús, supo al instante que estaba
presenciando algo verdaderamente bello. Cada una de las pinceladas que componían
aquel cuadro parecían sencillas y a la vez únicas. Resultaba como tener al
alcance de la mano al amor platónico, donde la primera punzada es una mezcla de
expectación, desconcierto y a la vez una
iluminación.
A la puerta de una habitación
de hotel en Montparnasse sentía que el mundo era suyo, por ende, París le pertenecía. Y sin saber bien el motivo,
tomó nota de sus pensamientos. La portada del libro, en editorial de bolsillo, donde
garabateó, dibujaba entre sombras la silueta de un hombre pescando un enorme
pez.
La tía de una de sus compañeras
de viaje era ama de llaves en la mansión de unos judíos ricos y bastante ostentosos, que
tenían la grifería de la casa en oro macizo. Aquella visión; pasear por la ciudad; conocer la calle de la
moda; una fiesta con anfitriona francesa
y sus diecisiete añitos hicieron de París un paraíso.
En sucesivas ocasiones se
presentó en la metrópoli como espectadora incauta, consumidora de lo insólito y
enamorada de lo diferente. Cada vez que
la recorría, cada vez, despertaba
en ella una nueva vibración y de
la nada, nacía un amor.
Allí precisamente palpaba la
libertad y las infinitas posibilidades de la vida. Gracias a ese derecho a soñar, al ocio previo a la creación
y a otros tantos pensamientos estimulantes, el encanto de la ciudad parecía perpetuarse.
No quería que sus notas
sugirieran una evocación nostálgica de juventud, eran por el contrario una
invocación hechizante, un esfuerzo consciente para retornar a aquellos días en
los que la fuerza de sentir, la energía y la lucidez fluían fácilmente ante un
Paris único, adorable, íntimo e
inspirador.
A través de una luz gris y
suave que matizaba los destellos de la
lluvia recién caída, se dejaba llevar. Los pies bajaron por Trocadero, y dejando la Torre Eiffel a su
espalda, se movieron entre el cosmopolitismo selecto del distrito siete, su
preferido. Rue de Grenelle, pensando, pensando, absorbiendo olores, fijando
sonidos, disfrutando de las fisonomías,
y de repente…apareciste.
Sentado en la terracita de un
café desprendías, de tus ojos azules, un
aire de seguridad propio de caballero andante y enfundado en un informal pero
aristocrático envoltorio llamaste su atención. Seguía caminando mientras te
miraba sabiendo que el paisaje se completaba.
Fue también consciente de que aparecerías en todas sus bienaventuranzas.
Nadie se confunda, nadie se
crea que esta urbe es pura fachada y que el resto lo dibuja la imaginación.
Nada de eso. Este ambiente tiene alma, también tiene alma. Posee un espectro
errante y aventurero, empático, lleno de humanidad, cruel e imperecedero. Ostenta además una parte amoral y decadente;
un punto desequilibrado en una búsqueda sinfín hacia la nada. Ella no estaba
interesada en esa parte. No le gustaba el lado oscuro pero entendía que fuera
necesario para entrever la realidad.
En
medio de aquel frenesí, o quizás a causa de aquel frenesí, tenía la
certeza de que cuando describía lo que sentía por aquella ciudad y por ti,
imaginaba el lugar, la luz del entorno, la sensación que le producíais y sabía
que, una vez finalizado el boceto, aunque nunca más os volviera a ver, aunque
nunca más os volviera a escuchar, le perteneceríais para siempre.
Y aunque no encontremos, buscaremos el camino, para que nunca nos falten las ganas de soñar. |