OS MARINEROS DE VEIGA
Cántame una canción
al oído, si ves que lloro y no paro.
No estaba muy claro
porque tenía el alma dividida en dos mitades.
Lo único seguro era
que su vida universitaria discurría en el lugar donde estaban sus padres, sus
amigos, sus historias y parte de su
joven existencia pero su corazón descansaba en otro lugar diferente. Cada vez
que viajaba hasta la cuna de su genética, se sentía tremendamente realizada con cosas tan sencillas, como las
cosas mismas.
El último marinero de la saga de los Pico |
Volaban por las pistas recién asfaltadas del pueblo sobre
la mobylette roja de su primo; el aire revoloteaba entre su pelo proporcionando
mayor sensación de velocidad al conjunto. Pili, en la parte de atrás, se
agarraba a ella con ahínco y gritaba palabras que llegaban a sus oídos de forma
ininteligible. No parecía que hubiera en la tierra nada más próximo a la
libertad que aquellas vueltas en moto.
Cuando volvía al
domicilio familiar, después de cada incursión en la tierra de la autenticidad,
el dolor de las ausencias y cambiar el olorcillo de la leña quemada bajo el
planchón, por el del carbón, suponía una vendetta del destino. Y por más que su
madre intentara paliar aquella desazón, tan común en su vida, tardaron muchos
años en conseguir no sentirse emigrantes. Esta historia se repetía cada septiembre, cada
primavera, cada invierno… y en cada
regreso.
De repente, un
verano, aparecieron aquellos muchachos. Eran jóvenes y avispados; sus cuerpos
esculpidos entre cuerdas, chicotes,
cabos y nasas; paseaban a babor, y adoraban al Cantábrico con todas sus
realidades.
Quiero mostrarles
en unas pinceladas, el fragmento de alguna vida, un poco desde la penumbra, la
mejor luz para contemplar a seres tan representativos como irrepetibles, y
entonces tenemos que mencionar, el lugar donde la tierra y el agua se abrazan,
Puerto de Vega, puerto de cabotaje, refugio de hombres ilustres, cuna de
personas sencillas y amantes de su terruño. Un mosaico de casas, casonas y
palacios que regala serenidad, armonía y
una vida sin prisas, su hogar.
Salían a la mar, como gustaban de llamar al,
para casi todos nosotros masculino mar, poco después de las tres de la mañana a
conquistar el horizonte. Navegaban con
vientos del primer cuadrante cuando hacia bueno y del segundo cuadrante cuando
el tiempo era malo. Dejaban atrás Veiga; al oeste tenían Galicia y en perspectiva solo sentían el agua, porque para
estos eclécticos personajes, la mar es
puro sentimiento.
Estos hombres que
vivían sobre los tormentosos mares del norte, tenían una entereza y un cuajo
próximos a los de un titán y eran capaces de relatarte con mucha realidad
como accidentalmente un compañero se
había enganchado en unas redes, mientras arriaban el aparejo, y se había ido al
fondo, sin que nadie pudiera hacer nada.
Es lo que tiene la
mar, decían,… que no deja de sorprenderte. Aunque la pena y el dolor les
quebraba la voz al recordarles su impotencia, ante la crudeza de la dueña y
señora de su voluntad, aun así, seguían amándola.
Hablar de determinados
amores te pone los pelos como escarpias, concluía alguno de los niñatos que
formaban el resto del grupo y que no estaba a la altura de los marineros ni en integridad, ni en experiencia.
Retengo aquel paisaje
en la memoria, el silbido del nordeste y
el vuelo de su sonrisa. Era, seguro que
sigue siendo, un hombre de honor con un punto atractivo de temeridad. Nunca
falló ni en la amistad, ni en la
confianza, ni en la lealtad; por eso siempre será, de todos los marineros en el
mundo, mi preferido.
El espíritu de este
hombre deambula sine die por el Campo de la Atalaya, donde tenía el privilegio
de vivir, vagabundea alrededor de la capilla; observa el horizonte de proa;
siente en su pecho, batirse el mar contra las rocas, y desciende con premeditación la suave colina que baja hasta
la antigua cetárea, para respirar allí abajo, tanta plenitud como se merece una
de las mejores obras de arte de la madre
naturaleza.
Yo me he sentido
dichosa hablando con él; he repetido su nombre como una canción y el paso del
tiempo no es obstáculo para reverenciar su amistad como algo impagable en un precioso
capítulo, de esta, mi vida.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi Dios la libertad;
mi ley, la fuerza y el viento;
mi única patria, la mar.
José de Espronceda
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