Deleitándonos con el viaje
Cuando abandonamos la región de Lacio para dirigimos a Siena el sol nos sigue con delicadeza, el ambiente dentro del autobús resulta cálido pero sobre todo silencioso.
Piernas que se estiran en mitad del pasillo, uno recostado en el hombro del compañero, otro escucha música tumbado perezosamente, cojines compartidos, mantas que se arrastran y muchos sumidos en un sueño profundo.
Estamos cansados, muy cansados porque si los días son largos, las noches resultan demasiado cortas; sólo Luis mantiene la calma conduciéndonos con seguridad.
Cuando después de dormir un par de horas abro los ojos, los colores cálidos y los tonos marrones y amarillos que delatan el otoño, me atrapan de lleno. Veo casas de ladrillo cocido, que tienen el matiz de la tierra, encajando perfectamente con el ocre de los campos. Las cristaleras en las paredes dan fe de que alguien allí dentro ve, vive, sueña y seguramente tiene paz.
El cielo que se distingue a retazos, a través de la ventanilla, se encarama por encima de todas nuestras emociones y brilla con un azul desteñido y sereno.
Resulta tan agradable viajar por la Toscana…, paso a paso, metro a metro, que ni un solo segundo tiene imperfección. La onda de la emisora en la radio nos deleita con su cadencia.
Por fin llegamos a Siena, otra ciudad sobre colinas toscanas; y sin prisa nos vamos acercando a un segundo lugar que la Unesco considera Patrimonio de la Humanidad por ser la encarnación de una ciudad medieval y ¡Vive Dios! que parece que retrocedemos al Medievo.
A las doce del mediodía la Piazza del Campo nos recibe con su vivaz personalidad enmarcada en forma de abanico, el Palazzo Público o Ayuntamiento con su famoso Campanille y la Fonte Gaia pierden sobriedad si te tomas un helado sentada en mitad de la plaza.
Y ya puestos, podemos imaginar cómo sería ver la carrera de caballos del Palio que tiene lugar dos veces al año y en la cual tanto el jinete como el caballo representan uno de los diecisiete distritos de la ciudad llamados Contradas.
Alumnos en Siena |
Para nosotros es este el lugar de las confidencias porque una sencilla e inimitable pasta al dente aderezada con especias, un panforte y saborear el gustoso caffé italiano sentados en nuestra terracita particular ubicada en plena Piazza del Campo desata todas las lenguas.
Un jersey de gruesa lana gris se ajusta a mi cuerpo, pica como el demonio, pero no me lo quito porque ha sido un regalo de los alumnos. Ya no sé cómo colocarme, y sin más alguien ocupa un asiento a mi lado
-Ana, en este viaje estoy conociendo realmente a mis compañeros- La miro a los ojos con el semblante
risueño.
- Eso está bien cielo, ¿o no?
- Eso está bien cielo, ¿o no?
Los sentimientos fraguados en tantos días de convivencia se desatan; las sensibilidades están a flor de piel. Descubren en aquel compañero que les era indiferente, a alguien excepcional, generoso, buen camarada, y algunas de las personas con los que llevan conviviendo desde pulgarcitos, emergen a la superficie de sus vidas como auténticos personajes con nombre propio.
El proceso resulta tan natural como la vida misma, pues se repite año tras año. Y es que el encanto de esas personas, recién descubierto, al llegar de nuevo a tierra firme, se mantiene como la esencia de un buen perfume, dejando Italia impregnada de sentimientos sutiles sin fecha de caducidad.
Aunque en defensa de esos jóvenes corazones que están saliendo al mundo, tengo que decir que los espíritus de las personas que pasamos tantos días juntos, nunca nos volverán a ser indiferentes.