Fueron días difíciles, pero en aquella
época comenzaron a creer los unos en los otros, y supieron, que si peleaban
juntos, la lucha por la vida era más llevadera. Por eso desde la llegada del
otoño, los habitantes de aquella aldea, decidieron seguir manteniendo la
tradición de elaborar, entre todos, la sidra para el gasto. Estaba el pueblo, a la sazón, rodeado de
pomaradas; y en este momento de la historia, ya habían sumido las manzanas, las
habían recogido en calderos y las habían dejado reposar el tiempo suficiente para que la sidra tuviera ese sabor dulce que les gustaba sobremanera. Y la
guerra que vivía el país no mermaba, ni una miga, el encanto del ceremonial
sidreru. LITO, el del Carboneru; un gran hombre.
Los barrenos sonaban, a cualquier hora, y rompían dentro de la cabeza de Lito confundidos con un rumor de voces lejanas. Las voces llegaban, ahora, de la puerta entreabierta del llagar. Se había encendido un candil entre los matorrales cerca del lavaderu, por eso les entró el miedo y todos caminaron en dirección a la casona gobernada por la cocina de carbón, que a aquellas horas estaba casi apagada. Una vez dentro hablaron en voz baja mientras las mujeres se apresuraron a cerrar las contraventanas y las apuntalaban con tablas de madera, planas y estrechas, que atravesaban en diagonal los dos postigos. Todas las precauciones eran pocas porque corría la voz de que andaba por los alrededores una patrulla que iba de avanzadilla del ejército de los malos y mataba a sangre fría todo lo que encontraba en su camino. Excuso decir si tenían algún chivatazo.
Lito, miraba en lontananza mientras pensaba en lo mucho que había disfrutado elaborando aquella sidra. ¡Bendito octubre! Mayar había sido mágico porque podía ser la última vez. La magaya del, 37, tenía mejor aspecto que nunca. Un par de veces al día la revolvían y vuelta a prensarla.
Pero el tiempo había pasado así que la sidra había fermentado. Entró marzo, y con él, nuevos murmullos de la avanzadilla. Aunque no llegarían hasta allí porque, El Carboneru, era un pueblu que taba a mediu camín entre los montes y el cielo.
Alguien entró de fuera y atravesando el largo pasillo de la casa apagó la luz de la cocina.
-¡Que nos van a ver, hosties! ¡ Apagai la
luz!
-No podemos tar tranquilos ni un momento;
tamos en medio la guerra –dijo, Lito, como en un suspiro mientras se llevaba el
dedo índice a los labios pa´ que un guaje callase la boca. Y, entonces, volvió
a su mente aquella jornada del mes de octubre pasado, con un viento descarado
que soplaba del norte, frío y temperamental. Habían lavado muchos kilos de verdialona, y otros tantos de
ernestina; la habían picado y la habían metido en el llagar. Estaban en guerra
pero eso no cambiaba, para nada, el proceso de hacer sidra, ni variaba la
certeza de que la mejor sidra se elabora en octubre y en Asturias.
Aquel líquido sagrado que envalentonaba a los flojos; quitaba el miedo a las mujeres y las penas a los más sensibles, siempre, era necesario. En tiempo de paz, imprimía carácter y en tiempo de guerra, enardecía los espíritus y anestesiaba corazones. Por algo, Lito, aseguraba que un hombre nunca es totalmente malo.
El atardecer parecía la hora elegida por los guerrilleros para ejecutar su caza de brujas. -¡Y que nadie se extrañe!-decía el cabo- ¡Esto es la guerra y no una guerra cualquiera, sino la peor de todas; la guerra entre hermanos, entre amigos, entre vecinos! ¡La puta guerra! Aquí, matamos, o morimos.
Así que cuando se olía el peligro y poco antes del tan temido atardecer algunas familias, declaradas insurrectas sólo por el sitio en el que les cogió la contienda, se atrincheraban en el caserío, apagaban todas las luces y se metían en el sótano.
En sólo un segundo, los allí presentes,
se vieron encañonados por cuatro Mauser y, en
aquel mismo segundo, se pararon los corazones. Corazones que cogieron de
nuevo el ritmo siendo prisioneros; prisioneros por ideas diferentes a las suyas
y por la intolerancia. Sea como fuere no había escapatoria. Parecía imposible
pero estaban encañonados y a un paso de morir. Alguno rezaba y otros se
acuclillaron en el suelo para enroscar el miedo. Las mujeres se mantuvieron
tiesas como palos; como eran ellas. Pero él, Lito, era el representante de
aquel grupo así que templó la voz con un carraspeo y dijo:
-Cabo.- El aludido lo miró con furia
contenida- No voy convencete pa´ que no
cumplas con la tu obligación, pero sé que tienes honor.
-¿Qué coño quies?- dijo el cabo.
Lo que se vivió a continuación fue uno
de esos momentos que viaja de boca en boca y de generación en generación hasta
convertirse en leyenda.
Se hizo el silencio.
-Nosotros no somos asesinos-Sintió la
necesidad de disculparse el cabo.- Somos militantes convencidos.
- Ya- dijo Lito condescendiente.- ¡Como
todos!
- ¡Pide de una puta vez!- Se impacientó
el soldado. La tensión apretaba los cuerpos de los implicados.
- ¡Quiero- dijo de forma muy ceremonial,
Lito- que nos dejéis probar la sidra de esti añu! ¡De morir, morir contentos!
-¡Mejor: morir borrachos!-apostilló un
prisionero pero, inmediatamente, uno de los Mauser le apuntó a la cabeza.
Y, una vez más, aquel asqueroso silencio invadió la estancia. Un silencio cargado de declaraciones de amistad sin pronunciar, de disculpas no pedidas, de amores no confesados y de envidias nunca reconocidas. A Lito, siempre le había parecido que el silencio de los humanos tiene algo patético, algo que no tiene el silencio de la naturaleza. Pero entonces, el cabo, soltó una risotada.- ¡Venga esa sidra! Otro soldado se mantuvo, fusil en ristre, apuntando ora uno ora otro mientras el anfitrión traía unas botellas de sidra y empezaba a escanciar en la misma cocina, sobre un pequeño balde de madera que tenían a mano para las ocasiones.
Primera ronda, …un culín y la gente empezó a relajase; los prisioneros y los que no lo eran. Segunda ronda, otru culín y Lito encontró el hilo finísimo que conducía hasta las pasiones del cabo mientras la sidra caía con efervescencia en el vaso y chiscaba a los que estaban alrededor aunque a nadie parecía importai. Tercera ronda,…..Cuarta ronda.
De pronto, el cabo, se levantó y todos quedaron envarados. Abrió la puerta de la calle y el frío de la noche entró en la estancia. El aire había parado y había empezado a llover. El cabo, tambaleándose ligeramente, se sintió repentinamente alegre. Empujó la puerta con el hombro y dijo.- Soldaos, tos pa´ fuera-Y los soldados caminando en silencio salieron a la oscuridad. Enfilaron el camín que bajaba hasta Mieres y desaparecieron.
Durante mucho tiempo se habló de esta historia en la montaña de Mieres porque la guerra allí no era nada, solo un rumor lejano; un fuego que te quema las entrañas y unes botellines de sidra que cambiaron el destino del Carboneru.
Porque la guerra allí no era nada pero, Lito, sí. Lito era su salvación.
Ana García de Loza
En un pueblo de MIERES... |