EL BACH DEL FERROCARRIL


Mañanas del domingo llenas de escalas y arpegios. Tardes  de paseos a la estación  y de guateques en
Construye; siempre construye y llegarás
tan lejos como puedas imaginar. La
foto de CRISTINA SÁNCHEZ
el Casino. Las escalas formaban sonidos fluidos que recorrían el piano de arriba abajo, como el viento, mientras que los arpegios se saltaban algunas teclas y sonaban como el aguacero en un tejado de metal.
La primera vez que posó los dedos en las teclas de marfil, supo que la música  ensanchaba el corazón, pero no esperaba que pudiera ensancharle también el horizonte.

Caminaron serpenteando por las calles de aquel pueblo longitudinal para llegar, con los primeros calores de la tarde, hasta el apeadero del tren.
Se detuvieron un rato, con el interés de quien mantiene una conversación delicada, y siguieron por la carretera que se estrechaba cuesta abajo en un pequeño túnel, conduciéndolas finalmente, hasta uno de sus lugares preferidos en aquella ciudad. Avanzaban medio tapadas por la sombra del muro, formado por arcos de medio punto pintados de blanco, y mirando los tejados rojos de las casitas que se apilaban en las orillas del camino,  llegaban a la estación del ferrocarril de Sueros, donde soñaban con la vida.
Un maquinista de uniforme y gorra azul recorrió el andén y a una señal, que no llegaron a ver, empezó a tocar el silbato con todas sus fuerzas para que la gente fuera consciente de que el tiempo se acababa. A las cuatro de la tarde de aquel día en el que el sol salía tibio entre las nubes, después de una noche lluviosa,  y  mientras unos niños  metían los pies en el charco, que había justo en la explanada delante del viejo edificio, ellas, se empapaban del ambiente inquieto y expectante.

Allí sentadas discurría el tiempo sin sentirlo; la gente iba y venía; todo parecía normal, nada alteraba la dinámica de la existencia. Concurrían en aquel espacio finito, diferentes  formas de enfocar  la vida, de vestir, de querer y, por supuesto, distintas y ceremoniosas maneras de besar. Milagrosamente, todas pasaban delante de sus narices, como si realmente  estuvieran ante el más variopinto escaparate de especímenes del  mundo.
Cuando cansaban de ser observadoras, se dirigían hacía un vagón abandonado en vía secundaria que ponía nombres, grabados con el canto de una piedra en el metal, e intentaban hacer diana. Con un puñado de piedras en cada mano y ese afán competitivo que caracterizaba a aquella generación, peleaban en juego limpio y no muy propio de chicas; reían por cualquier tontería hasta doblarse por la mitad; se prometían amistad imperecedera e imaginaban el futuro. Cualquier día el abuelo Usátegui nos riñe. No creo, decía su contertulia, soy su nieta preferida y tu mi mejor amiga, además el vagón está estropeado. Nadie nos ve.


Tenían muchas ganas de subirse a un tren. Cualquiera que se alejase de allí y les evitara estudiar el examen del día siguiente. Las noches de los domingos, después de la cena, siempre eran divertidas. Dormían juntas, charlaban hasta bien entrada la madrugada  y en esta ocasión, Gloria, asomada a la ventana de aquella casa, en la antigua calle Jose Antonio se echaba un cigarrito y le hablaba de  su amor americano. Mientras, ella, sentada en la cama y abrazada a un cojín, que olía a Estivalia, le decía, entre risas, cuan aburrida era, tanto tiempo enamorada del mismo chico.
No sé si la grosería se te quitará al crecer o no tendrás solución, se enfurruñaba la amiga.

Notaba la entrada de la estación a su espalda y sabía que podía escabullirse sin que ningún conocido la viera ni le hiciese preguntas, pero le gustaba formar parte de aquella multitud y aunque fuera una extraña se sentía parte de aquel gentío. Había risas, voces por todas partes y niños correteando en el andén. No entendía que tenía la estación para que la gente riera y llorara al mismo tiempo. Puede que la risa siempre esté detrás del llanto pero solo asome cuando tenemos ilusión o aguardo, razonaba convencida.
Cerca de los trenes notaba la vida bullir en las venas, la agitación por el destino incierto  y la absoluta certeza de que el mundo era irremediablemente maravilloso. Las emociones fluían allí solo con respirar, y parecía este un motivo más que suficiente para  cautivarla.

Sucedían muchas cosas en el devenir cotidiano que siempre le había costado entender, como que el futuro no pudiera arreglarse y siempre estuviese, como el mar, más allá del horizonte. O que la gente fuera, asquerosamente, egoísta por naturaleza y en vez de intentar arreglarlo echase  la culpa a sus padres y a la educación. A medida que fue creciendo aprendió que estas cosas se explicaban, algunas veces con los distintos matices de las palabras, otras con las diferentes tonalidades de  las notas musicales, pero nunca, nunca, llegaban a sonar  bien.

Mirando a todas aquellas personas que pasaban a su lado  en la estación se preguntaba, con una curiosidad loca, que clase de vida llevarían, a quien amarían y  por quien llorarían. Algunos de estos personajes la fascinaban. Otros sencillamente la asustaban pero flotaba en el aire el efluvio de una pócima exquisita que la hacía sentirse ávida de sensaciones, y entonces no podía menos que decir, que aquel Mieres suyo, de cielo gris y espíritu amable, con sus pecadores sórdidos y sus pecados espléndidos, como apuntaba el Lord Henry de Oscar Wilde, debía de tener algo grandioso preparado para ellas.

A veces me duele y sigo tus huellas, pero me digo a mi misma que estoy cambiando. Me digo, que puedo ahuyentar el desasosiego de tu indiferencia si me concentro en lo que hago, o en separar los ruidos de fondo de la vida. Y de pronto me llevo una sorpresa; nunca había pensado que pudiera haber música en la estación del ferrocarril, pero la hay, sí  que la hay para quien sabe escuchar. Gritos, cantos, lloros, silbidos, golpes de metal, extrañas pulsiones. Todo encuentra un lugar sin proponérselo y se combina para formar una sinfonía vibrante y en continuo movimiento.
He concluido en llamarlo el Bach de la estación del ferrocarril y noto allí, sobremanera, la esencia  del número cinco de su concierto de Brandemburgo.

Adoro la estación y te adoro a ti. Con tu música y tus sonidos.

Para quien le interese, Gloria Usátegui fue una de mis mejores amigas durante la adolescencia. Hace muchos años me ignoró sin más, y me regaló un abandono. Se fue con su americano a Simi Valley. Posteriormente volvió a abandonarme, esta vez de forma epistémica, y me siguió ignorando. Aun así continúa  formando parte de unos recuerdos, a caballo entre Mieres y el resto del mundo. 
¿Qué clase de bicho seré que algunas personas me olvidan con suma facilidad, y otras no me quieren ni conocer?
 
A veces me duele, y busco tus huellas.

EL REGALO DE LA RABIA

Pensé que era dueña de mis emociones. Aunque si antes estaba equivocada, ahora estoy desbordada
No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas
imponer a la libertad de mi mente. Virginia Woolf.
La foto de LAURA LORENZO.
por un sentimiento que me zarandea. Creía tener buen corazón y perdonar fácil, pero resulta que solo 
soy un ser humano que se revuelca en su propia ira, cuando le toca, y que vive los sentimientos con pasión. Quiero olvidarme de la gente mezquina, de los que me hieren, quiero que existan en mi vida el tiempo imprescindible y que no sean esos bichos los catalizadores de mis sentimientos hacia otra gente.

Me miró sorprendida y quedó callada unos momentos, observándome, mientras yo esperaba su respuesta con el libro abierto encima de las rodillas y las gafas en una mano. La tarde estaba avanzada y el sol que  entraba por las cortinas era cada vez más tenue. En la sala solo se oían nuestra conversación, era como si la extraña voz de  mi ira no hubiera pasado por  allí.
Las cortinas volvieron a moverse con la brisa fresca que traía la  primavera y el mundo exterior entro de nuevo en la habitación; el fa sostenido del silbato, del último tren del día al salir de la estación; el olor de la sopa que mi madre estaba preparando para la cena; las voces, amortiguadas por la distancia, de los niños jugando en la capilla.
Entonces me habló con tono pausado, el habitual en ella, como si la reflexión saliese con facilidad de lo más profundo de su ser. Desde luego los egoístas pueblan el mundo, dijo, como si fuese algo irremediable que hubiera egoístas,  y hasta te podría decir que resulta  imposible no tener, en algún momento de la vida, los pies metidos en ese charco.

Muchos años han pasado de este episodio y sigo enfadándome con algunas personas que me sacan de quicio. Menudos bichos. En aquel momento ella había sonreído con benevolencia; solo tienes que ponerte en su lugar, intentar perdonar. Era uno de esos atardeceres en los que el pueblo tiene una extraña y cálida luz que va del gris al  azul intenso, y el oscurecer conservaba el brillo mucho más tiempo de lo que parecía posible.
No esperes nada de ellos, a no ser cuando te vengan a pedir. Pero cuando el bicho te ofenda, entonces ponlo en su sitio y luego apiádate de él, porque lo único que da el bicho, es pena.

El primer paso para aprender a manejar la rabia es saber que el desencadenante, no es la causa. No nos enfadamos por lo que la gente hace, la auténtica razón de nuestra ira es algo en nuestro interior que reacciona a esos hechos. Y en la lista de necesidades insatisfechas que están detrás de la ira, aparecen el interés, la aceptación, el reconocimiento, la independencia, la pertenencia, la confianza, la honestidad y un largo etc.
En este mundo, como bien dicen por ahí, las apariencias pueden engañar, pero el alma de las personas, eso que subyace en el fondo de cada cual; eso, no se puede esconder. Y además, ya lo sabíamos.

Desde hace un tiempo, aunque los egoístas me resulten familiares con sus cuitas y escarceos, ya no son nada. Me asusta la sensación de no quererlos, la conmoción del desamor y el sobresalto del desapego. No. Esto nunca será del todo cierto.

Nos damos cuenta de que el malestar y la contrariedad  no es algo de lo que tengamos que huir, forma parte irrenunciable de la experiencia de la vida. Esquivar el enfado es una tarea imposible, y a menudo, este se agrava cuanto más lo intentas evitar. Deberíamos entonces enfrentarnos a él para liberarnos de conductas y respuestas arraigadas, en las que tendemos a quedarnos atrapados. Por eso debemos de agradecer el regalo de la rabia que nos permite descubrir las carencias que tenemos, normalmente, bien escondidas.
Si fuera capaz de contar todo lo que sentí, no habría ni un lugar en el universo que no hablara de ti, y le ofrecí a la casa un nocturno de Chopin en do sostenido menor, una obra que no se publicó hasta después de la muerte del compositor. Creo que es el mejor de sus nocturnos y por eso quiso conservarlo solo para él. Es una joya que toca el cielo cada vez que sube una octava, pero también adoro a Chavela, y creo, como tú, que uno siempre vuelve a los lugares donde descubrió la vida.

Absurda tendencia la mía, a repetir situaciones indeseables y establecer vínculos perniciosos con el mismo tipo de personas. Tal vez no soy quien pensaba que era, o por lo menos, no sólo soy eso.

Ya estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas, los libros alrededor,  y volví a sentir que se me helaba el corazón. Sé que no puedo retenerte, sé que esto no es para ti lo mismo que para mí, aunque  se convirtió en una conversación secreta entre tú y yo.
Supongo que es cuestión de encontrar las palabras oportunas. Me miré las manos que habían escrito cientos y cientos de señales. Incluso las palabras obedecían a las leyes de la piel ¿porque tú no? Ella siguió hablando, pero me costaba oír lo que decía. Nada le interesa. Mi cabeza parecía incapaz de aceptar lo que estaba oyendo, y solo me llegaban frases sueltas. Siempre me habían valorado por lo que era y por lo que hacía. Y recordé, con los ojos llenos de lágrimas, cómo te quedabas quieto mientras me alejaba. Quizás sea otra señal. Nunca me habían tratado de esta manera. Siempre me habían considerado digna de escuchar.

Tal vez no soy quien pensaba que era. O por lo menos, no sólo soy eso.




SILENCIO



¿Qué es el silencio?  En las tempestades de arena que gritan en el desierto, hay cientos de rocas, como días, que esperan impávidas, la destrucción y las formas que insignificantes jinetes cincelan sin compasión por los gemidos.

 Lo mismo que el silencio: las mismas arenas son los sentimientos  que se hacen tormenta cuando huyen de las palabras: nos socavan  y nos hacen diferentes cuando mudos, somos esfinges sin el rayo de la palabra: eterno retorno a la nada. JOSÉ FDEZ. I.N.B.Q.

Somos esfinges, sin el rayo de la palabra.