El abuelo Salvador de Baxanco |
Sentada sobre las piedras que daban aspecto salvaje a aquella playa, escudriñaba el horizonte en busca de algo, no sabía de qué, y aunque aquel día el sol no los había deleitado con sus rayos daba igual, el encanto estaba servido.
Los acantilados escarpados se esculpían casi en vertical sobre el agua del Cantábrico en aquel punto del planeta, y además, allí encontraba su alma. No era que la hubiese perdido y volviera cada año religiosamente para recuperarla, no, nada más lejos; era sencillamente que observando aquel espectáculo, su cuerpo etéreo, el mismo que afluía a la superficie ante cualquier pincelada de arte, se fundía con el entorno y entonces surgían las palabras en el aire.
Sorteaba las olas mientras la piel se habituaba a la temperatura estupendamente fría, y ese mismo océano manifestaba su euforia sacudiendo los guijarros contra las tibias y los pies cubiertos, de propios y desterrados.
Inmersa totalmente en el agua, con los ojos a un palmo del cielo, desaparecían el espacio y el tiempo y no sabía precisar si manejaba quince, veinte o cien veranos de recuerdos entre sus dedos, aunque tampoco eso importaba mucho. Solo era capaz de percibir el conjunto del mundo y de la naturaleza que la envolvía.
Poder disfrutar otra vez más de tanto privilegio pensaba, abandonándose al deleite de sentirse abrazada por el mar, supone la excelencia de la vida. Pero da miedo; da miedo tanta agua, da miedo como la arrastra y dan miedo los errores humanos, y es que no se sabe si estás a su merced o es justo al revés.
Seguía mirando el infinito y no tenía claro que buscase respuestas, ni sabía si buscaba preguntas, ni objetivos, ni resúmenes de vida. Sólo sabía que mirando la línea difusa que unía mar y cielo, ella era lo que era, estaba donde estaba, vivía en aquel instante y solo en aquel, además resultaba una entre un millón. Pero hoy choraba con toda Galicia. Un tren, muchas vidas y a otro mundo. Las cosas pasan porque tienen que pasar, pero parece tan liviano este argumento que no restaña ni a las cabezas menos exigentes, sin embargo era el único que encontraba. Ni había un por qué claro, ni un para qué conciso, ni un nunca mais, que esgrimían nuestros castigados vecinos los gallegos cuando lo del Prestige. No había un nada de nada que aliviase a tanta víctima, solo las palabras del aire.
Y lo bueno o lo menos bueno de esta situación, como de muchas otras, es que dentro de nada para la inmensa mayoría de los mortales será un recuerdo lejano e inquietante que nos hizo colocar en primer plano, durante unos días, la fragilidad de la vida. Pero solo eso.
Entonces un mensaje de gracias nacía desde el fondo del espanto y durante un momento debería de reflexionar el por qué tenía que dar gracias, gracias, gracias.