VALENTINA

Sabemos que nos hacemos mayores cuando tenemos más cosas en común con los muertos que con los vivos.
Allí el mundo es más sencillo


Podría escribir sentada en el muro de piedra delante de la antigua casa, mirando a Paxio y a Mieres, 
pero lo seguro es que escribo sobre la mujer, sobre sus ojos tiernos, unos ojos desorbitados por el dolor en alguno de sus últimos momentos, aunque se cerraron como ojos tiernos. 
Escribo sobre una sangre, la suya, que podía - sin embargo- ser de la realeza. Escribo con la alegría de haber vivido muchas horas con ella pero también con la tristeza de no volver a verla. 

Como sé a ciencia cierta que, casi todos vosotros, habéis sentido la diferencia de respirar en El Carboneru no debo de esforzarme mucho en explicar que allí las cosas se ven de una forma más fácil y equilibrada. Respirando en este lugar y hablando con Valentina todo se pone en su sitio y lo importante es vivir, como buena gente, pero vivir al fin y al cabo, porque lo demás son tanto lujos como exageraciones. 

Lo valioso es asomarse a la ventana de la cocina para observar como la luz se esconde detrás del picu Polio y baja a hurtadillas desde casa de Gina por el Praucu, donde en otro tiempo ella tendía con pinzas de madera mientras me contaba como la ropa de su nieta se planchaba siempre. En la misma cuerda colgaba los bombachos de Lito, aquellos pantalones de mahón que tenían chaqueta a juego y un pañuelón de cuadros azulones, para luego pasarle, a todo, las planchas de hierro que esperaban calentándose encima de la chapa de la cocina de carbón. 
 Al pie de esa misma cocina la recordamos, con un mandilón oscuro, mientras cualquiera sabroso manjar con nombre clásico: dígase jabalí con patatinas, la sopa que tanto gustaba a Lito, la carne guisada o las fabas, se cocinaban a fuego lento con tiempo y cariño. 

Una vez hechas las tareas y sentada en su silla de patas cortas, al lado de la televisión, la mente se nos puebla con mil historias que iba contando, leyendas, asombros, episodios singulares, muertes prematuras, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados y un incansable rumor de memorias y actualidades narradas por ella y que nos mantenían en un entresueño, un duermevela extraño, balanceándonos sobre esa fina línea que separa la realidad del recuerdo. 

 Si volvemos treinta años atrás, la recuerdo con un bebé en brazos y recostada sobre el cuarterón de abajo de la puerta de la calle, por algún motivo que desconocemos empezó a resbalar, el camino hacia el suelo fue lento y los que mirábamos quedamos pasmados porque en ningún momento soltó al bebé que vivió la caída como algo divertido. Y si la vida de una persona se resume en una palabra la de Valentina sería: generosidad. 

 Seguirá rondando alrededor de aquella casa, que era de Nieves, y seguirá fijándose en si te pones los pendientes cuando vas al Carboneru. Me hablará con esa voz aguda tan peculiar y me contará, como cada vez, historias de mi padre y mi madre para dar fe de que nadie muere mientras alguien lo recuerde. 

 He oído por ahí que lo que alguna vez quisimos nunca morirá y que el valor de las personas no está en lo que tienen si no en lo que dan. Por eso estamos de acuerdo con Fernando Pessoa cuando dice: existen momentos inolvidables, cosas inexplicables y personas incomparables. 


 Adiós, Valentina, siempre estarás en nuestros corazones. 

                                                                                                Ana García de Loza
Existen personas incomparables: Lito y Valentina
los de El Carboneru.