Sentada en la puerta del jardín con los pies afincados en el suelo, los codos sobre las piernas y las manos sujetando la cara, observo el infinito…mientras a mi cabeza llegan de la mano del nordeste, los recuerdos, porque me gustan las leyendas, siempre me han gustado las leyendas pero sobre todo me gusta recordar las historias de mis mayores que con su enseñanza moral y su no pasar de moda, trasportan mi espíritu a un mundo que no quiero olvidar. Os voy a contar una de estas historias con arraigo familiar:
La saga de los Pérez, la otra mitad de mi sangre. En la foto: los primos Pérez, en Loza, 1965. |
En la década de mil novecientos cuarenta, Eugenio del Río, un chico tan rubio como guapo, que acababa de hacer la mili en el aeródromo de Villanubla durante dos años y medio, cuyo padre lo había abandonado cuando era un niño y que era huérfano de madre, decidió buscarse la vida fuera del entorno rural de la casa de tía Regina donde lo criaron.
Tomasín de Milia, natural de Cartavio decía, a quien lo quería escuchar, que en Mieres, un pueblo que vivía del carbón: había modo; y con esta expresión daba a entender que allí los foráneos tenían posibilidades de trabajar. Así, Eugenio, un día a la hora de la siesta mientras leía una novela de Marcial La Fuente, Estefanía, y sublimado su ánimo por aquellos vaqueros de casi dos metros que disparaban de forma tan certera, le dijo a Murias del Mosco, amigo de infancia y tumbado a su lado en el mismo montón de hierba seca del pajar, que iba a buscar modo a Mieres.
–Si te vas, eu voume contigo, –dijo Murias contundente.
Después de escucharse, ambos jóvenes desembocaron en una risa nerviosa, entrecortada y emocionada. Eugenio sólo contó sus planes a la tía Regina y a Pilar, su hermana y alma gemela que suponía un vigoroso aldabonazo para tirar por el día a día. Ambas mujeres lo animaron a conocer el mundo. Y sin más preámbulos los muchachos, que no eran de vivir esperando, llegaron a Mieres para hospedarse en una pensión que les habían recomendado en el barrio de Santa Marina.
Era este un barrio donde se respiraba la posibilidad de una vida mejor, donde las conversaciones (en todas las hablas del país) se entremezclaban sinceras, donde los emigrantes plantaban sus raíces y donde el olor a refrito, de ajo y pimentón, en los rellanos te abría el apetito. Allí el trasiego de gente daba enjundia a la subsistencia. Por las aceras corría el aire limpio y sereno que les faltó a los chicos el primer día que bajaron a Terceros de Mariana, la mina que además de chamizo era una de las capas carboníferas pertenecientes a Fábrica de Mieres.
En la caña del pozo hacía frío y según excavaban en la tierra el aire se hacía más espeso, pastoso y más escaso; del ambiente emanaba un tufillo peculiar y húmedo, muy húmedo y perdurable. Cuando salían a la superficie, después de infinitas horas enterrados, tan desfigurados aparecían que solo se yes via a parte branca dos ollos y un rosado suave en los labios. Los ojos se llenaban de carbón tanto como la boca, las uñas y los pulmones; de tal forma inundaba aquel mineral negro sus intimidades que ni el agua ni el restregar sin duelo lo desaparecía.
Así pues, las pesetas que ganaban sin respirar las disfrutaban como les parecía más oportuno y no faltaban al cine de los domingos ni a tomar una pinta de vino al chigre, porque el domingo era día de descanso y cuando la patrona abría las contraventanas ellos, que compartían habitación, preguntaban:
–Patrona, ¿qué tiempo hace hoy?
–Hoy hace buen día.
–Entonces ponemos el traje mil rayas–los dos amigos se miraban de soslayo y asentían con la cabeza.
Otro domingo y otra ilusión, –Patrona ¿cómo amaneció? –entonces la respuesta era: –Hoy hace un sol abrasador.
–Da igual, –respondían al unísono –ponemos el traje mil rayas.
Así llegaba el domingo siguiente y cuando les abría las contraventanas volvían a preguntar:
–Patrona y hoy ¿cómo está el día?
La patrona, cargada de paciencia y dejándose llevar por el buen talante de sus jóvenes inquilinos decía: –Hoy llueve, chavales. –A lo que ellos respondían con toda la seriedad del mundo: –Pues a nosotros no nos jode el tiempo: hoy también ponemos el traje mil rayas.
Recuerdo el cielo azul intenso contra su pelo gris plateado por encima de nuestras cabezas mientras mi padre me peinaba, sentados ambos sobre la hierba. Nunca me daba tirones; manejaba con tanta delicadeza aquel peine, que mi melena de niña rubia no protestaba; era un peine pardo con visos claros guardado siempre en el bolsillo delantero de su camisa. Si además pensamos en su facilidad para contar historias, entenderemos porqué hasta los momentos más breves pueden durar una vida.
– ¿Cómo era el traje mil rayas? –quise saber desde la ingenuidad de mis cinco años. – Era un traje de verano y de color negro con rayas blancas-respondió.
– ¿Y por qué Murias y tú poníais siempre el traje mil rayas? – Me miraba con su media sonrisa y aquel azul chispeando en los ojos, mientras contestaba- Porque no teníamos otro- y reía con sus recuerdos.
– ¿Y si llovía, pasabais frío con el traje de verano? – Si, – respondía meditabundo.
– ¿Y por qué no poníais otro?-insistía yo, testaruda, infantil y preocupada como siempre por el frío. Entonces mi padre, desbordado por mi pertinaz curiosidad, me miraba con sorpresa y se carcajeaba a sus anchas para concluir– Porque solo teníamos el traje mil rayas.
Mucho tiempo después lo entendí. Lo entendí todo.
Entendí, recordando su cara de agrado al contarlo y su fascinante forma de afrontar la vida, que incluso poseyendo únicamente un traje mil rayas, podías ser el más feliz de los humanos.
Poseer un solo traje mil rayas es un lujo si lo sabes valorar. |
Pero nadie podrá acusar a esta saga de humildes García y Pérez, a la que gusto pertenecer, de no tener arrestos para contentarse; ni nos acusarán por falta de imaginación para existir, por lo que decidme que sí, que alguna vez los recuerdos os han hecho felices y en esos momentos de ver volver, entendisteis que un solo traje mil rayas es un lujo si lo sabes valorar. Otras veces, decidme también que sí, vuestra cordura juega al escondite y olvidáis lo poco que se necesita para disfrutar.
Yo afirmo, como Virginia Woolf, que no tengo prisa, que no necesito brillar, que no necesito ser nadie salvo yo misma y agradezco a mis antepasados el haberme enseñado a ser feliz aunque solo posea un traje mil rayas pero, eso sí, también tengo recuerdos, muchos recuerdos.
ANA GARCÍA DE LOZA
PD: Creo que podemos silenciar y relegar a un oscuro rincón nuestras vivencias, incluso podemos olvidar; pero de repente un recuerdo llega cargado de emoción y se convierte en el amor más limpio entre dos personas.