Tres días por semana, quedábamos. Siempre a la misma hora; siempre en el mismo lugar. Hacía calorcito en aquel rincón y mientras te adoraba, yo, me perdía en observar las motas de polvo que bailaban alrededor de los oblicuos rayos de sol. Pero allí estábamos; tú para ser querido, yo queriéndote.
Vivimos un romance irrepetible. |
Llegaba ilusionada y emocionada de volverte a leer, porque el día, después de ti, era aire vacío. Durante cada uno de aquellos momentos sentí tu calor, tu arte; adoraba tu forma de hacer; de estar y de existir. Idolatraba tu manera de defender a los pobres, tu capacidad de vivir con soltura entre reyes y reinas. Yo te quería y me gustaba tu tacto recubierto por la pátina del tiempo y entonaba tus palabras escritas, cual juglar enaltecido. Y de vuelta a la realidad, allí seguías; eras parte de mí. Aquellos días, sí.
Vivimos un romance irrepetible. Me susurraste cosas grandiosas.
No puedo negar que algo había oído. Aún así, me permitía mencionarte: -Y yo, como él, creo que el amor es más poderoso que la muerte-Continuaba con mi diatriba- Y, también como él, creo que los humanos tenemos un único camino para la redención, el amor, el amor, el amor. El amor que yo sentía por ti.
Y he aquí el motivo de mi renuencia: Ayer, y por esas inclemencias con que nos vapulea la realidad, me enteré de que tú, mi amado Charles, el escritor más sobresaliente de la era victoriana, cuando decidió separarse de su mujer, Catherina, con la que había compartido veinte años y diez hijos, la intentó encerrar en un manicomio para disfrutar en libertad, de su romance con Ellen Ternan. Él sabía que condenaba a su esposa al ostracismo y la incitaba a la locura en términos reales, aunque ella no estuviera loca, y de esta forma cruel y abyecta, mi poeta de la ciudad moderna, se ha convertido en un hombrecillo cualquiera; un puro maltratador; un hombre con defectos tan vulgares que pierde casi todo el lustre que yo le había otorgado.
Todo esto me lo ha dicho John Bowen, profesor de Literatura del siglo XIX en la Universidad de York, porque encontró unas cartas que Edward Dutton Cook mandó a su amigo, el periodista, Willian Moy Thomas. Y el mencionado, Cook, fue vecino de Catherine las dos últimas décadas de su vida en Camden, al norte de Londres. Un entrañable cuento de Navidad. ¿O no?
Pero como soy de amores imperecederos, volví a buscarte en un día claro. Allí seguía la silla, abandonada en un rincón, mientras los personajes de tus historias flotaban en el aire riéndose de mí a carcajadas. Volví a buscarte pero no, tú ya no estabas. Habías descendido a los infiernos arrastrado por la parte más oscura de tu mente.
Entreverada en el discurrir de la vida cotidiana ha vuelto a mi admiración por ti que tienes esa capacidad, que por cierto me enamora, de jugar con las palabras y con las situaciones; que reconviertes la realidad en algo maravilloso y que aseveras que “Hay una sabiduría de la cabeza y una sabiduría del corazón.”
Te adoro, querido Charles |
ANA GARCÍA DE LOZA