Siempre que la palabra
atletismo se entona a mí alrededor, seguro que me encontrareis pletórica de
sensaciones, asediada de buenos recuerdos y rodeada de grandes amigos.
Hacía solete en aquella
esquina del CAU, entre la valla que rodea la pista, a la altura de la salida
del doscientos, y la grada. Además allí mismo teníamos un banco, que utilizaban
los espectadores del fútbol de los domingos, y que nos resultaba muy cómodo
para dejar las zapatillas de clavos y los abrigos.
Insisto, hacía solete en
los entrenamientos de los sábados por la mañana y en las tardes de primavera;
pero también hacía un frío desolador en línea de meta cuando, cronómetro en
mano, picaba (en argot atlético) las series de velocidad en el más crudo
invierno. En esos momentos, mientras yo tiritaba de frío, mis atletas corrían
casi al cien por cien de sus posibilidades para trasferir aquella fuerza, hecha
con hierro, a sus privilegiados haces musculares. Y digo privilegiados porque
ellos eran un grupo de alto rendimiento y había mucha calidad fisiológica en
sus piernas y mucho corazón en sus esfuerzos.
La entrenadora, que era
yo, hizo saber que sus pensamientos de técnico son demasiado estudiados como
para discutirlos. Eso parecería ridículo
y constituiría una exhortación a la sátira si la que hablaba no fuese la jefa. Las
palabras de un entrenador están abaladas por muchas horas de trabajo y de
estudio, de consecuencias aceptadas por ensayo error y de experiencias personales
meditadas, por eso cuando llegas un día a la pista y tus atletas te dicen:
-¿Jefa, podemos cambiar este entrenamiento? -En principio, di que no.
Los que dirigen un
grupo de egos, condimentados con mucho esfuerzo y salpicados de éxito, deben de
madurar con urgencia y esquivar los delirios de grandeza; y además deben de ser
lo suficientemente inteligentes como para saber que la falta de empatía destruye
cualquier autoridad. Lo sensato y lo ético es tener pocas normas pero claras, y
mantenerlas; amén de tratar bien a la persona que habita en ese cuerpo al que
buscas sacar el mayor rendimiento posible. No tienes que ser su amigo, tienes
que ser su ENTRENADOR.
Ponerse las zapatillas
de clavos es todo un ritual, el aire rozando tu cara y tú, volando sobre el
mondo. Estamos fascinados con el ruido, los olores y las sensaciones de la
competición. La clave está en aguantar la máxima velocidad, el mayor tiempo
posible y es un gustazo deslizarse por la pista. Los muslos, los abdominales, tus pensamientos y tu
capacidad de lucha se ponen en liza. La velocidad que alcanzas cambia las
condiciones y el ácido láctico altera las referencias, te olvidas de los pies y
debes de enfrentarte a tus límites.
El trabajo físico ya está
hecho y ganará el que tenga más sangre fría. Experimenté esas sensaciones como
deportista pero las repetí como entrenadora; se trata de acompañar al atleta,
mantenerse en un estado de ánimo igual al suyo para conducirlo a ese límite. Tú
como cabeza pensante buscas el perfeccionamiento de la técnicas y exiges una voluntad
de hierro. El atleta está dispuesto a morir por conseguir un record y le pone
alma al Citius, altius, fortius, el lema
que inmortalizó el Barón de Coubertain. Y es que más allá de frivolidades, lo
rápido que seas capaz de correr dice
mucho sobre tu entrenador sin que pronuncies palabra.
Los veranos son
abrasadores. Lo que entendemos por verdad se relativiza y la vida gira en torno
a la pista convirtiéndola en el lugar donde se robustecen los egos. Mirando a
todas aquellas personas que corren a tu lado te preguntas, con una curiosidad loca,
que clase de vida llevarán, a quien amarán y por quien llorarán. Algunos
de estos personajes te fascinan, otros son sencillamente normales, pero flota
en el aire un efluvio exquisito que te hace sentirte ávida de sensaciones, y
entonces no puedes menos que decir, que aquella pista mágica, de suelo rojo y
espíritu noble, da cobijo a guerreros generosos con objetivos espléndidos, pero
seguro que ese ambiente también tiene algo inimitable que te marcará para
siempre.
Mi experiencia en la vuelta a la pista está llena sabiduría heredada, de
anécdotas y curiosidades, algunas de ellas son simples detalles, otras son
historias en sí mismas, pero todas tienen gran valor y han marcado las fronteras de mi corazón.
Conducir a mis atletas al límite, al éxito, y luego sentirme orgullosa del
trabajo bien hecho era el objetivo, y todos juntos hemos conseguido que el mito
se perpetuase.
A veces la
lejanía del tartán me duele y busco sus huellas, pero me digo a mi misma que
puedo ahuyentar el desasosiego si me concentro en lo que hago, o en separar los
ruidos de fondo, de la vida. Y de pronto me llevo una sorpresa; nunca había
pensado que pudiera haber música en una pista de atletismo, pero la hay, sí
que la hay para quien sabe escuchar. Voces, cantos, lloros, silbidos,
disparos de fogueo, chapoteos en la ría, pisadas sobre el tartán, extrañas
pulsiones y todo esto encuentra un lugar sin proponérselo y se combina para
formar una sinfonía vibrante y en continuo movimiento.
No seas tan rápido en juzgar, todas las personas
tenemos una larga historia; mira hacia adentro y recuerda la hermosura de un
entrenamiento acabado, una marca personal conseguida o una carrera ganada y
cuando lo haces te sientes parte de algo mucho más grande y te invade una
sensación preciosa de gratitud por estar vivo.
Y acuérdate que el espíritu del atletismo, NUNCA TE
ABANDONARÁ.
El espíritu del Atletismo, NUNCA TE ABANDONARÁ. Ana García de Loza. |