En memoria de mi padre
A veces, la idea de morir rondaba mi
cabeza; ¿cómo sería ese momento?. Pero según
me hacía mayor, pensaba en la muerte con más tranquilidad. Había leído en
algún sitio que la mayoría de las personas cuando saben que les llega el final,
lo asumen con entereza. Así que no estaba muy asustado.
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Sólo sabemos que la madre de mi padre era pelirroja.
¿Cuál de ellas sería?
Foto de Cultura Inquieta. |
Sin apenas notarlo, acababa de morir. Entonces entendí
la existencia de reglas no escritas para
afrontar ese momento con integridad. Me encontraba ligero y a mi lado apareció alguien que siempre había sido parte de mí; creo que como mi conciencia. Era
como yo, pero más liviano. Nos dimos un
abrazo de complicidad en el que no sentí su cuerpo pero noté su ternura. Mi
familia se revolvía intranquila y no podía decirles que, yo, estaba bien.
No quería marchar sin despedirme; aun
así empecé alejarme.
Había una extraña intimidad en eso de
seguir el mismo camino que aquel sujeto hecho de humo que iba a mi lado. Me
comentó que yo había sido buena gente como humano y por eso, tenía un
billete para ocupar, durante toda la eternidad, un lugar lleno de paz y de
armonía.- Y además, añadió-: Antes de irte definitivamente, tendrás la ventura
de regresar al lugar que quieras, y en el momento que desees, de tu vida.
Al oír esto se me vino a la memoria mi
infancia tardía. Pensé en aquel marzo triste en el que mi madre, también, murió;
once años después de abandonarnos mi padre. Pasé la infancia en aquel caserón de pueblo donde
creció mi soledad de huérfano, al lado de una de mis hermanas.
A pesar de ser un pueblo, la casa poseía
abolengo. Tenía altos techos y amplias estancias; aunque la pieza más
transitada era la cocina, con su enorme planchón, atizado con leña, encima del
cual siempre hervía una cazuela llena de café. Recordé aquellas tardes tan
iguales unas a otras. Trabajábamos todo el día en las tierras esperando la hora
de la siesta que era estupenda. En esa hora mágica, mi amigo Murias y yo,
leíamos novelas del oeste tumbados en la hierba seca del pajar y soñábamos con
un mundo mejor.
La tía Regina, que hizo de madre tierna, nos llevaba as mellores manzás del horta, y nos
avisaba de que el descanso había tocado a su fin. Ella también trabajaba el campo
como una matriarca entregada. Nos cuidaba lo mejor que sabía y nunca nos hizo
sentir, ni a Pilar ni a mí como una carga, a pesar de ser huérfanos; hijos de
su cuñada la pelirroja. La misma tía Regina que me apoyaba para que no faltase
a la escuela nocturna, nos protegía si alguna de nuestras tareas rutinarias no
estaba acabada a tiempo.
Yo solía pasarme las noches en actitud
de leer y soñar. Y de aquellos sueños, surgieron las inquietudes; hasta que
un día, mi amigo y yo, decidimos emigrar en busca de nuestro futuro.
Después de las largas noches elaborando
fantasías se me cerraban los ojos. Parece que cuando los abrí había pasado la vida.
Y si se mira con cierta buena voluntad, fue una vida agradable: como un cuadro
de Canaletto.
Pero en aquella época, yo, cuando sufría
algún contratiempo enfilaba el largo pasillo acabado en una escalera, no muy estrecha
y de madera carcomida, que llevaba al desván. Subía desaforado los escalones,
algunos de dos en dos, sabiendo que al final de aquel ascenso encontraba la
calma. La escalera era empinada y su último peldaño llegaba, sin descansillo, hasta la puerta del desván. Allí me sentaba, pegado al marco de madera, a
escuchar no sabía qué. A veces, me parecía oír algo detrás de aquella puerta. En
más de una ocasión creí sentir nítidamente la presencia de alguien, pero nunca
traspasé aquel umbral porque la puerta siempre estaba cerrada con llave. Al
principio la empujaba con toda mi alma, pero con el tiempo me acostumbre a
sentarme allí a esperar. No sabía qué, pero esperaba en calma.
Así que mi último deseo recién muerto,
fue atravesar aquella puerta detrás de la que tenía pendiente una cita y no sabía
con quién. Esto ocurriría antes de irme definitivamente hacia la luz.
En cuanto expresé mi deseo, entramos en
la casa. Allí seguía la mesa de madera de la cocina, alumbrada con una luz
mortecina y tintineante; también vi el banco donde nos sentábamos a merendar. Y
el aparador pegado a la pared, con media hogaza de pan de maíz tapada con un
rodillo, y las migas sobrantes desperdigadas. Avanzamos hasta el final del
pasillo y volví a oír el familiar reloj que tanto me impresionaba por el poder que
tenía sobre el tiempo, con su tic tac impasible y frío.
Finalmente, y sin esfuerzo aparente,
llegamos a la escalera del desván. Sentía que me flaqueaban las piernas aunque el
hombre de humo me tocaba el brazo para animarme. Al llegar a la puerta del
desván pensé si todavía seguiría cerrada con llave. Él, la empujó con
suavidad y empezó a girar sobres sus bisagras. No me atrevía a entrar pero
suavemente me invitó a hacerlo y entré.
Entonces lo comprendí todo, porque
detrás de aquella puerta, esperándome, estaba mi madre.
Detrás de aquella puerta, siempre había
estado mi madre.
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Y si se mira con cierta buena voluntad,
fue una vida agradable. |
Ana García de Loza.