Posiblemente
tuviera dudas acerca de lo atinado de contar historias, pero era y siempre había sido para
ella, ver volver.
El alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada, Bécquer. La foto de CARLA PASTOR |
Algunas personas
caminaban deprisa, alguien en algún lugar, reía; dejó que su mente vagara, pensaba
en la última vez que estuvo con aquel muchacho, el día que supo que se iría y
jamás regresaría.
Le imploró, por
lealtad hacia el pasado, que fuera
prudente en los comentarios. Alegó, que ya que él no le inspiraba ese
sentimiento imperecedero, no se lo contara al mundo. Y ella, casi lo hizo. Casi.
Sensaciones resurgían
con una claridad que la dejaban asombrada, con tanta nitidez como si el tiempo
no hubiera pasado. Tras los primeros y tímidos recuerdos siguieron
conversaciones enteras, palabra por palabra, con sus más mínimos matices.
Lo quería, de eso
no cabía duda, pero no podía vivir allí. Era un pueblo con mar, maravilloso
sitio sin pretensiones. Y aunque la cultura cada vez habitaba más en todos
lados, en los ochenta la cuestión no estaba tan clara, habida cuenta que el dinero escaseaba, las ideas eran un
hervidero, y la juventud les rebosaba hasta del intelecto, sobre todo por el intelecto. Se paró a esperar.
Además su padre le
pedía que no dejase de viajar, que viera el mundo. Le sugirió que leyera un
poco todos los días, que reflexionara sobre lo que había leído y sobre todo, lo que había sentido. Cada vez que llegara a un lugar desconocido,
averiguaría su historia y el cómo se había trasformado en lo que ahora era.
Pensaba que allí,
tan alejada del mundanal ruido, la tarea sería difícil y le
faltarían alicientes. El cine, el teatro, la moda, y la vida social serían
escasos y asfixiantes. Entrañable, genuino, mágico, pero aislado. Por Dios, no sabía lo que quería.
Se le erizaba la
piel recordando la época que pasó
deliberando si lo dejaría todo por él. No habría sido una mala decisión, al
menos no parecía totalmente descabellada. De hecho en esos días de
incertidumbre, de no saber dónde quería ubicar el alma, el ir a vivir a su lado
parecía una opción tan válida como el no hacerlo. Además
por aquel entonces los sutiles matices que intervenían en la atracción entre un
hombre y una mujer eran algo próximo, fácil de vivir, normal y captable para ambos.
Resultaba seductor.
Despertaría los días de invierno escuchando rugir el mar. Le gustaba imaginar
su cara, entre las mantas cálidas y revueltas, con aquellos dulces ojitos azules
mirándola cada mañana. Le enternecía imaginarse rodeada de niños con los mismos
ojos chispeantes. Pero ella era un gusto adquirido, y a pesar de que sus raíces
estuvieran plantadas en el mismo suelo, la inquietud del mundo ya había entrado en su universo y
le había dejado una impronta difícil de sortear.
Pensó en ignorar todas
las huellas menos la de él; pensó en obviar las diferencias; barajó hacerse a
la mar en aquella aventura. Aunque no debía de ser el tiempo, porque faltaban
años de comunicaciones, de experiencias, de compras a la carta, de calefacción
central, de jornadas de teatro en el
Infanta Isabel con aquel Los ochenta son nuestros
escrita por Ana
Diosdado y estrenada un diez de enero con música de
Teddy Bautista.
Y es que para acceder a aquel, su lugar paradisíaco, debía de peregrinar casi tres horas por carreteras enroscadas entre montañas, y no podía evitar las comparaciones cuando, llegando a la calle Barquillo, muy cerca de Gran Vía y avistando el teatro, le habían entrado intenciones de profundizar en la vida del tal José Espeliús, un arquitecto que supo armonizar elementos modernistas con neomudéjares y, a pesar de que a ella nunca le gustaría nada que atentase contra la vida animal, la había impresionado con la Plaza de Toros de las Ventas.
Creía que no debía de negarse estas facetas de la
vida. Ni aquellos fines de semana que se escapaba a París. Ni escuchar
una misa góspel. No, definitivamente, no era su momento. Y aunque la música que
él le susurraba paseando por el Campo de
la Atalaya adormecía los sentidos, su corazón no atinó a decidirse.
Sin consultarse,
pusieron los zapatos primero, después
los abrigos y bajaron. Aquel número tres
quedó oscuro y sombrío a sus espaldas, custodiando un montón de inquietudes de los jóvenes y con el abuelo sentado en la penumbra del
salón. No pensaron. Salieron juntos y se
dejaron envolver por el aire frío de la noche. Pararon frente al acantilado
sintiéndose más amantes que nunca, más unidos que jamás. El chico tenía los ojos cerrados y agarró su mano. No podía
entender porque se iba.
En ese momento, tampoco ella lo sabía.
Los problemas no se
resolvían gracias a un conjunto de coincidencias, aquel no. Los problemas se resolvían tomando
decisiones. La una lo intuía y él otro había
creído que ella era una doctrinaria. Pero ambos llevaban razón. Decidir no
cambiar nada, también era una decisión. Ahora lo habían entendido.
El paso de los años
los colocó en lugares diferentes del planeta pero siempre compartieron un trozo mudo de corazón.
Nunca, hasta hoy,
se habían vuelto a encontrar.