MOMENTOS EN LA VIDA

Según he oído decir, lo que una vez disfrutamos, nunca lo perderemos. Todo lo que amamos profundamente se convierte en parte de nosotros mismos.
Dónde quiera que tu estés,
estará parte de mi corazón.

Mi madre, era en el buen sentido de la palabra, Buena. Siempre sonreía despacio y conservaba la calma ante las dificultades.
Parece que me vaya a pasar de sentimental, pero Anita ya no está. Ya no está  físicamente viva y eso resulta difícil de asumir, porque he  tenido  la imprecisa idea de que nunca se iría de mi lado.  Y es que la madre de uno no es fea, ni guapa. Ni gorda,  ni delgada. Ni alta, ni baja. La madre de uno es, sencillamente perfecta.
No quiero que se convierta en una mera imagen que ronda los recuerdos de aquellos que alguna vez la conocimos. Temo olvidar su olor, su cara, o no recordar el sonido de su voz, y  lucho por mantener esa sensación de calidez  y bienestar con la que me envolvía.
Donde ella estaba, estaba mi casa.

Todavía  la veo acurrucada en aquella cama, escoltada por Santa Gemma y la Virgen Gitana, con la luz del sol parpadeando a través de los cristales e iluminando su silueta. La última vez que me miró, me  regaló el esbozo de un beso y  paz de espíritu para toda la eternidad,  por eso deseo creer que  quienes habitan en nuestra memoria jamás estarán realmente muertos.   
Defensora a ultranza de la familia, la tolerancia  y la discreción, era la última de once hermanos y veneraba sobre todas las cosas, la memoria de su madre. Amante de la tranquilidad y de la vida sosegada adoraba a sus hermanas, a todas ellas, y derramaba candidez  por cada uno de los poros de su piel. Disfrutaba de la tertulia en la cocina del Baxanco y  de un buen café al calor del hogar.

Fue   una emigrante en el Mieres revoltoso y profundo de los  cincuenta, de donde  volvió a su Loza natal, cargada de buenos amigos y experiencias, en la década de los noventa. Acabó  su vida en la cara más hermosa del Oviedo que se asienta  a los pies del Naranco.
Siempre tuvo un recuerdo  para su marido, mi padre, Eugenio del Río;  pasó de ser esposa abnegada y  madre entregada, a  representar el papel más tierno de su existencia con la llegada al mundo de su nieta, y  entonces, se convirtió en la apacible abuela de Carla. La abuela de Loza.

Anita, el pueblo se durmió esperando a que tu volvieras; las camelias del jardín rompieron a llorar de pena. El cielo se reveló  con toda su fuerza cuando  te fuiste  porque si tú me abrazabas no existía el dolor y si me hablabas yo entraba en razón. Tus ojos serenos eran mi religión. Así que confundida  empecé a pensar, que  a esta vida loca, le gusta medir.
Toda dulzura, murió como vivió, con dulzura.

Los recuerdos  que nos invaden, nos ayudan a llevar la pena de no volver a verte  por el camino, de casa de Nati a tu casa, enfundada en aquel eterno mandil. Y no sé si todos tenemos un destino, o si vivimos flotando  como la bruma, lo  seguro es que, la muerte es parte dela vida y mientras viva te voy a recordar. 
Finalmente fui a tu habitación. Toqué los objetos que conocía como reales, acaricié la manta, pase la mano por el travesaño de la cama, palpe la silla, todo estaba particularmente presente. Todo menos tú.
El testimonio de amor incondicional que pregonaste con tu actitud, deja en mi universo un vacío físico, porque mi espíritu  sigue acompañado por tu presencia. Te hablo, te cuento,  te digo, te lloro y sobre todo, te quiero.
No soplaba aire del sur. La luz gris de un  amanecer normal, de un dieciséis de enero normal, no presagiaba nada tan trascendente. Este, mi ego,  aún soliviantado por las circunstancias de los últimos meses, respiraba tranquilidad. Miro ese día, y no sé exactamente como paso; solo sé,  que desde que pasó, nada volvió a ser lo mismo y tengo tan claro que la grandeza de una persona, como tú, se forma en los instantes cotidianos, como que ciertos pensamientos son plegarias.  Entonces, os digo, que existen momentos  en la vida en los que el alma está de rodillas. De rodillas, rezando por ti, creía vivir en un sueño.
Y esos  momentos  te definen como persona, según como los  encares. Esos minutos pasaran a la posteridad y hablarán de ti al mundo. En esos instantes, precisamente en esos instantes, sabrás quien es importante, quien ya no lo es, quien nunca lo fue, y quien lo será para siempre. Yo, como Dostoievski, creo en la vida eterna. No sé si porque siempre he creído, o porque no te quiero perder.
Y si en alguno de esos segundos  me siento sola, buscaré en el infinito la luz de tu amor, porque  la diferencia de estado no nos separa, simplemente te  hace invisible.
Después de tanto amor, y por haber tenido la suerte de cruzar contigo el corazón de tantos días, me apunto a los sentimientos sinceros. A decir que te quiero. A pensar que siempre estarás conmigo. A soñar lo bueno, y a saber que lo que tengo es lo mejor del mundo, porque  ese es el camino que me has enseñado.

Os agradezco el abrazo a todos vosotros. Vosotros,  que me habéis acompañado de palabra, obra u omisión, siempre estaréis en mis recuerdos como partes de un momento histórico.
La sombra de tu figura es nube en el horizonte, donde la delicadeza prima sobre lo abrupto de la existencia, y tengo la sensación, solo tengo la sensación, de que a partir de ahora, morir,  parecerá algo menos  tortuoso  porque tu esperas al otro lado.

Mamina, donde quiera que tú estés, siempre estará parte de mi corazón. 
Yo, como Dostoievski, creo en la vida eterna.