LA MÁQUINA DEL TIEMPO

Existen personas que te ayudan a escribir tu  vida. Una de esas personas incuestionables en mi historia personal es la tía Luz. Mujer de su tiempo y superviviente en el  nuestro, ha sido siempre un alma entregada a la familia, organizada, cariñosa y buena, lo que no le ha impedido decirnos las cosas como eran  y enseñarnos a armonizar lo que queríamos con lo que realmente debíamos de hacer. Nos ha educado en la idea de que el amor es un acto de libertad  porque no puedes obligar a nadie a quererte. Y estamos de acuerdo con la novelista inglesa Jane Howard cuando dice: Llámalo clan, llámalo red, llámalo tribu, llámalo familia, como quiera que sea, necesitas uno.
Ojalá sepas que el futuro ya tiene recuerdos.
La foto de la venerable ABUELA de NAVIA.
 

A día de hoy, la abuela de Navia, nos permite conservar el pasado y recordar las raíces. También gracias a ella, el otro fin de semana hemos vuelto a sentirnos niñas.
Prometieron agua, pero ni con esas consiguieron estropear la solemnidad de la noche juntas. Asomadas a la ventana veíamos volver el mundo de nuestra infancia, mientras la pelirroja me contagiaba su entusiasmo por la vida y la abuela, con su sola presencia, le daba empaque al momento. Las casa en que vivimos parte de nuestra juventud nos habita a todos, y si le vuelves a dar la oportunidad, entonces, al llegar las horas brujas de la noche, recobra su magia y te inunda la sensación de viajar en la máquina del tiempo. Todas nuestras inquietudes divinas y humanas se pasearon por la vivienda de la venerable mujer, mientras yo, envuelta en una manta de cuadros verde y un café, te escuchaba embelesada, relatar. Por mi parte intentaba convencerte de que los sueños se cumplen.

Nunca nos habíamos sentido en desventaja; especiales sí, claro, y con la piel demasiado llena de pecas, pero nunca en desventaja; no mientras viviéramos  rodeadas de nuestra familia entre aquel mar y las suaves montañas. Entonces pensamos que tal  vez hacerse mayor no tenía que ver con  cumplir años  y si con la obligación de dejar cosas atrás. Mientras disfrutábamos del tiempo juntas, la abuela nos miraba desde su sillón favorito en el salón de la casa  y aquellos ojos azules no dejaban de ir de la una a la otra con gratitud. Hay ciertos momentos que tienen una magia especial  y debemos de atraparla antes de que se vaya volando.

Las montañas daban cabida a casas pintadas  de blanco con tejados negros, que se extendían por sus laderas  o se agarraban  a la costa con dedos de cuerda.
Quería a la abuela por una razón más profunda de lo normal y esa razón estaba conectada con las mareas  que subían y bajaban;  con el olor a salitre y con lo mucho que ella había sabido cuidar de mi corazón durante toda la vida. Parecía como si este amor hubiera nacido conmigo, como si hubiera ido afianzándose  mientras yo corría o mientras miraba, sin pestañear, la espuma que hacían las olas del mar. Sabía que era un amor incondicional  y dejaría una estela, como una corriente tardía en la superficie del agua que dibuja curvas sutiles, ordenadas y profundas, que nunca acabarían. Ni aun cuando ya no estuviéramos juntas la estela de ese amor desaparecería.

Como no podía ser de otra forma, el domingo salimos cogidas del brazo mientras me contaba historias. La iglesia nos esperaba como siempre expectante, llena de recuerdos y música. Al tiempo que rezaba a su lado sentí una extraña oleada de emoción, la necesidad de algo que siempre se me escapaba en aquel lugar sagrado  y a la vez, la certeza de pertenecer a una familia.  Cuando salimos me senté en una piedra y eleve la cara buscando el sol. Ella permanecía de pie mirando a la gente. Guardaba  silencio y tenía paz.

Aquí siempre me reencuentro con mi esencia y contigo;  además como te he dicho, el resultado de esta aventura es que hemos vuelto a sentirnos jóvenes por un momento; pero la vida es eso que pasa sin pedirte permiso, así que lo mejor de habernos subido a esta máquina del tiempo es tener conciencia de que debemos de aprovechar cada momento como viene, por lo menos con la abuela. No concedamos al tiempo más ventajas de las que ya posee.

Seguro que el mar se revolvía gris, agitado y salpicado de espuma blanca por culpa del viento errante. Lo podía imaginar desde la ventana de la cocina, mientras la lluvia repiqueteaba en el tejado de la casa de Venancio.  Era consciente de necesitar aquel paisaje de mar revuelto y nordeste. Alejarme de allí me privaba de la parte de mí que me convertía en quien era. Por eso, desde mi entorno más preciado, debo de decirte que ojalá escuches mi voz cada tarde cuando estés triste y no pronuncias ni una palabra; ojalá sientas mi amor cada que vez pienses que la vida tiene un final. Ojalá  sepas que el futuro ya tiene recuerdos, y ojalá yo siga repitiendo que te adoro como para recordarte cada atardecer.
Aquí siempre me reencuentro con mi esencia y contigo.
La foto cortesía de
IGNACIO MARTÍNEZ SUÁREZ.

                                                               Ana García de Loza.